miércoles, 26 de octubre de 2011

El misterioso escepticismo de Borges

Hacia 1916 resolví entregarme al estudio de las literaturas orientales. Al recorrer con entusiasmo y credulidad la versión inglesa de cierto filósofo chino, di con éste memorable pasaje: «A un condenado a muerte no le importa bordear un precipicio, porque ha renunciado a la vida». En ese punto el traductor colocó un asterisco y me advirtió que su interpretación era preferible a la de otro sinólogo rival que traducía de esta manera: «Los sirvientes destruyen las obras de arte, para no tener que juzgar sus bellezas y sus defectos». Entonces, como Paolo y Francesca, dejé de leer. Un misterioso escepticismo se había deslizado en mi alma.
Jorge Luis Borges, Una versión inglesa de los cantares más antiguos del mundo, Revista El Hogar, 1938



sábado, 6 de agosto de 2011

La mar (I)

"El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!"
Rafael Alberti


Hace años me hice a la mar. Al principio estuve triste, debo reconocerlo, pero ahora ya no se por qué. Solo recuerdo que estaba triste. Luego pasaron los años. Uno se hace a la idea de que el mar es lo único que hay. Se sabe que no es así, que hay un punto en el pasado en que comienzan los recuerdos y tiene que ser que hubo un momento de embarcación, remota –quizá una despedida, quizá el origen de la tristeza inicial–, sin duda ya olvidada. La inmensidad del agua, siempre igual y lapidaria a la vez que desconcertante, termina por convencer hasta al más escéptico de nosotros.

No hay manera de cambiar la dirección de la nave –no sabemos cómo. Ésta sigue su curso. Y no sabemos hacia donde nos dirigimos pero mientras más rápido mejor. Sin embargo sabemos que hay una época del año en que el viento sopla más fuerte desde el sur.

¿Llegaremos alguna vez a tierra firme? Nadie lo sabe y no parece importarle a mucha gente. La mayoría se afana en hacer cómoda la travesía. Dedican a eso todo el día y si encuentran lugar en uno de los camarotes más grandes y lindos de la nave luego se los ve de lo más felices en la cubierta. Luego, al atardecer miran hacia el horizonte como todo el mundo.

Nunca falta el entusiasta que cada tanto grita "¡Tierra!". Dicen haberla visto en tal o cual dirección pero nadie les hace caso. Sé, por las crónicas de viaje que han llegado hasta mis manos, que hubo un tiempo en que se los tomaba en serio. Me consta que ahora ya nadie les cree nada. A fuerza de desencantos, la idea mayormente aceptada es la de que no hay más que agua y que nunca habrá otra cosa.